jueves, 24 de noviembre de 2011

Frases de Séneca


Prefiero molestar con la verdad que complacer con adulaciones.

Debes mudar de ánimo, no del cielo que te cobija

Mejor es: tener, que haber tenido; mejor es: haber llorado que llorar.

Es propio de un sabio cambiar de opinión.

Si quieres que tu secreto sea guardado, guárdalo tú mismo.

Ningún día es demasiado largo para el que trabaja.

Nunca hay viento favorable para el que no sabe hacia dónde va.

De nada soy tan dueño como de lo que prudentemente he regalado.

Dirigir no significa dominar, sino cumplir un deber.

No hay bien alguno que nos deleite si no lo compartimos.

La soledad es para el alma lo que el alimento es para el cuerpo.

De un gran hombre hay siempre algo que aprender aunque esté callado.

No es pobre quien tiene muy poco, sino quien ansía demasiado.

Hay una ventaja recíproca, porque los hombres, mientras enseñan, aprenden.

Si quieres hacer feliz a un hombre, no le añadas bienes sino réstale deseos.

Veré todas las tierras como si fuesen mías, y las mías como si fuesen de todos.

La vida es larga si es plena.

Nadie es tan viejo como para que le resulte exagerado esperar al menos un día más de vida.

Como el teatro es la vida; no importa la duración, sino la calidad de la representación.

Es mejor saber cosas inútiles que no saber nada.

Nadie puede ganar sin que otro pierda

Dejarás de temer, si dejas de esperar.

La felicidad que no se modera, se destruye a sí misma.

Incierto es el lugar donde la muerte te espera; aguárdala, pues, en todo lugar cualquiera prefiere creer a discurrir.

No nos falta valor para emprender ciertas cosas porque son difíciles, sino que son difíciles porque nos falta valor para emprenderlas.

martes, 22 de noviembre de 2011

EL ENIGMA NO EXISTE

EL ENIGMA NO EXISTE por Ludwig Wittgenstein.

El sentido del mundo tiene que residir fuera de él. En el mundo todo es como es y todo sucede como sucede; no hay en él valor alguno y, si lo hubiera, no tendría ningún valor. Si hay algún valor que tenga valor, tiene que residir fuera de todo lo que sucede y de todo lo que es de esta y aquella manera. Pues todo lo que sucede y todo lo que es de esta y aquella manera es accidental. Lo que lo hace no ser accidental no puede residir en el mundo pues, en tal caso, esto sería a su vez accidental. Tiene que residir fuera del mundo.

Es por ello por lo que no puede haber proposiciones éticas. Las proposiciones no pueden expresar nada que sea más elevado.

Es claro que la ética no consiente en que se la exprese. La ética es trascendental. (Ética y estética son uno y lo mismo.)

Lo primero que se nos viene a las mientes al proponer una ley ética de la forma "Debes." es: "¿Y qué, si no lo hago?". Es claro, sin embargo, que la ética no tiene nada que ver con castigos y recompensas en el sentido habitual. Por ello, la pregunta por las consecuencias de una acción tiene que carecer de importancia. Al menos esas consecuencias no pueden ser eventos. Pero, a pesar de todo, en la pregunta planteada tiene que haber algo que sea correcto. Ciertamente, tiene que haber algún género de castigo y recompensa éticos, pero éstos tienen que residir en la propia acción. (Y es claro también que la recompensa tiene que ser algo agradable y el castigo algo desagradable.)

No se puede hablar de la voluntad como sujeto de lo ético. Y la voluntad como fenómeno interesa sólo a la psicología.

Si la buena o mala voluntad cambian el mundo, sólo pueden cambiar los límites del mundo, no los hechos; no lo que puede expresarse por medio del lenguaje. Dicho brevemente: el mundo tiene que convertirse en otro completamente distinto. Tiene que, por así decirlo, disminuir o aumentar como un todo. El mundo del que es feliz es diferente del de aquél que es infeliz.

Así también, a la hora de la muerte, el mundo no cambia, se termina.
La muerte no es un evento de la vida. De la muerte no tenemos vivencia alguna. Si por eternidad no entendemos duración temporal infinita, sino intemporalidad, entonces vive eternamente el que vive en el presente. Nuestra vida carece de final en la misma medida en que nuestro campo visual carece de límites.

La inmortalidad temporal del alma humana, es decir, su eterna supervivencia, incluso después de la muerte, no sólo no está garantizada en modo alguno, sino que, sobre todo, esta suposición no sirve en absoluto para lo que siempre se ha pretendido alcanzar con ella. Pues ¿se resuelve algún enigma porque yo viva eternamente? ¿No es quizá esa vida eterna tan enigmática como la presente? La solución del enigma de la vida en el espacio y en el tiempo reside fuera del espacio y del tiempo. (No son problemas de la ciencia natural los que han de solucionarse aquí.)

Para lo que es más elevado resulta absolutamente indiferente cómo sea el mundo. Dios no se revela en el mundo.

Los hechos, todos ellos, pertenecen sólo a la tarea, no a la solución.

Lo místico no consiste en cómo sea el mundo, sino en que sea.

La visión del mundo sub specie aeterni consiste en verlo como un todo, un todo limitado. El sentir del mundo como un todo limitado es lo místico.

Si una respuesta no puede expresarse, la pregunta que le corresponde tampoco puede expresarse. El enigma no existe. Si una pregunta puede llegar a plantearse, entonces también se le puede dar una respuesta.

El escepticismo no es irrefutable, sino un sinsentido obvio, pues quiere plantear dudas allí donde no se puede preguntar. Pues una duda sólo puede existir allí donde existe una pregunta; una pregunta sólo donde existe una respuesta y esta última sólo donde puede decirse algo.

Sentimos que, aún cuando todas las posibles preguntas científicas hayan obtenido una respuesta, nuestros problemas vitales ni siquiera se han tocado. Desde luego, entonces ya no queda pregunta alguna; y esto es precisamente la respuesta.

La solución al problema de la vida se trasluce en la desaparición de este problema. (¿No es ésta acaso la razón por la que los hombres a los que, después de intensas dudas, les resultó claro el sentido de la vida, no pudieran decir, en este momento, en qué consistía tal sentido?)

Existe en efecto lo inexpresable. Tal cosa resulta ella misma manifiesta; es lo místico.

El método correcto en filosofía consistiría propiamente en esto: no decir nada más que lo que se puede decir, esto es: proposiciones de la ciencia natural -algo, por tanto, que no tiene que ver con la filosofía-; y entonces, siempre que alguien quisiese decir algo metafísico, demostrarle que no había dado significado alguno a ciertos signos de las proposiciones. Este método no sería satisfactorio para la otra persona -no tendría la sensación de que le estábamos enseñando filosofía-, pero tal método sería el único estrictamente correcto.

Mis proposiciones son elucidaciones de este modo: quien me entiende las reconoce al final como sinsentidos, cuando mediante ellas -a hombros de ellas- ha logrado auparse por encima de ellas. (Tiene, por así decirlo, que tirar la escalera una vez que se ha encaramado en ella.) Tiene que superar esas proposiciones; entonces verá el mundo correctamente.

De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca.

* * *

LUDWIG WITTGENSTEIN, Tractatus logico-philosophicus. Editorial Tecnos, 2002. Traducción de Luis M. Valdés Villanueva. [FD, 14/04/2008]

viernes, 18 de noviembre de 2011

El gallo de Sócrates

      El gallo de Sócrates
      [Cuento. Texto completo]

      Leopoldo Alas (Clarín)
    
            Critón, después de cerrar la boca y los ojos al maestro, dejó a los demás discípulos en torno del cadáver, y salió de la cárcel, dispuesto a cumplir lo más pronto posible el último encargo que Sócrates le había hecho, tal vez burla burlando, pero que él tomaba al pie de la letra en la duda de si era serio o no era serio. Sócrates, al espirar, descubriéndose, pues ya estaba cubierto para esconder a sus discípulos, el espectáculo vulgar y triste de la agonía, había dicho, y fueron sus últimas palabras:

            -Critón, debemos un gallo a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda. -Y no habló más.

            Para Critón aquella recomendación era sagrada: no quería analizar, no quería examinar si era más verosímil que Sócrates sólo hubiera querido decir un chiste, algo irónico tal vez, o si se trataba de la última voluntad del maestro, de su último deseo. ¿No había sido siempre Sócrates, pese a la calumnia de Anito y Melito, respetuoso para con el culto popular, la religión oficial? Cierto que les daba a los mitos (que Critón no llamaba así, por supuesto) un carácter simbólico, filosófico muy sublime o ideal; pero entre poéticas y trascendentales paráfrasis, ello era que respetaba la fe de los griegos, la religión positiva, el culto del Estado. Bien lo demostraba un hermoso episodio de su último discurso, (pues Critón notaba que Sócrates a veces, a pesar de su sistema de preguntas y respuestas se olvidaba de los interlocutores, y hablaba largo y tendido y muy por lo florido).

            Había pintado las maravillas del otro mundo con pormenores topográficos que más tenían de tradicional imaginación que de rigurosa dialéctica y austera filosofía.

            Y Sócrates no había dicho que él no creyese en todo aquello, aunque tampoco afirmaba la realidad de lo descrito con la obstinada seguridad de un fanático; pero esto no era de extrañar en quien, aun respecto de las propias ideas, como las que había expuesto para defender la inmortalidad del alma, admitía con abnegación de las ilusiones y del orgullo, la posibilidad metafísica de que las cosas no fueran como él se las figuraba. En fin, que Critón no creía contradecir el sistema ni la conducta del maestro, buscando cuanto antes un gallo para ofrecérselo al dios de la Medicina.

            Como si la Providencia anduviera en el ajo, en cuanto Critón se alejó unos cien pasos de la prisión de Sócrates, vio, sobre una tapia, en una especie de plazuela solitaria, un gallo rozagante, de espléndido plumaje. Acababa de saltar desde un huerto al caballete de aquel muro, y se preparaba a saltar a la calle. Era un gallo que huía; un gallo que se emancipaba de alguna triste esclavitud.

            Conoció Critón el intento del ave de corral, y esperó a que saltase a la plazuela para perseguirle y cogerle. Se le había metido en la cabeza (porque el hombre, en empezando a transigir con ideas y sentimientos religiosos que no encuentra racionales, no para hasta la superstición más pueril) que el gallo aquel, y no otro, era el que Esculapio, o sea Asclepies, quería que se le sacrificase. La casualidad del encuentro ya lo achacaba Critón a voluntad de los dioses.

            Al parecer, el gallo no era del mismo modo de pensar; porque en cuanto notó que un hombre le perseguía comenzó a correr batiendo las alas y cacareando por lo bajo, muy incomodado sin duda.

            Conocía el bípedo perfectamente al que le perseguía de haberle visto no pocas veces en el huerto de su amo discutiendo sin fin acerca del amor, la elocuencia, la belleza, etc., etc.; mientras él, el gallo, seducía cien gallinas en cinco minutos, sin tanta filosofía.

            «Pero buena cosa es, iba pensando el gallo, mientras corría y se disponía a volar, lo que pudiera, si el peligro arreciaba; buena cosa es que estos sabios que aborrezco se han de empeñar en tenerme por suyo, contra todas las leyes naturales, que ellos debieran conocer. Bonito fuera que después de librarme de la inaguantable esclavitud en que me tenía Gorgias, cayera inmediatamente en poder de este pobre diablo, pensador de segunda mano y mucho menos divertido que el parlanchín de mi amo».

            Corría el gallo y le iba a los alcances el filósofo. Cuando ya iba a echarle mano, el gallo batió las alas, y, dígase de un vuelo, dígase de un brinco, se puso, por esfuerzo supremo del pánico, encima de la cabeza de una estatua que representaba nada menos que Atenea.

            -¡Oh, gallo irreverente! -gritó el filósofo, ya fanático inquisitorial, y perdónese el anacronismo. Y acallando con un sofisma pseudo-piadoso los gritos de la honrada conciencia natural que le decía: «no robes ese gallo», pensó: «Ahora sí que, por el sacrilegio, mereces la muerte. Serás mío, irás al sacrificio».

            Y el filósofo se ponía de puntillas; se estiraba cuanto podía, daba saltos cortos, ridículos; pero todo en vano.

            -¡Oh, filósofo idealista, de imitación! -dijo el gallo en griego digno del mismo Gorgias; -no te molestes, no volarás ni lo que vuela un gallo. ¿Qué? ¿Te espanta que yo sepa hablar? Pues ¿no me conoces? Soy el gallo del corral de Gorgias. Yo te conozco a ti. Eres una sombra. La sombra de un muerto. Es el destino de los discípulos que sobreviven a los maestros. Quedan acá, a manera de larvas, para asustar a la gente menuda. Muere el soñador inspirado y quedan los discípulos alicortos que hacen de la poética idealidad del sublime vidente una causa más del miedo, una tristeza más para el mundo, una superstición que se petrifica.

            -«¡Silencio, gallo! En nombre de la Idea de tu género, la naturaleza te manda que calles».

            -Yo hablo, y tú cacareas la Idea. Oye, hablo sin permiso de la Idea de mi género y por habilidad de mi individuo. De tanto oír hablar de Retórica, es decir, del arte de hablar por hablar, aprendí algo del oficio.

            -¿Y pagas al maestro huyendo de su lado, dejando su casa, renegando de su poder?

            -Gorgias es tan loco, si bien más ameno, como tú. No se puede vivir junto a semejante hombre. Todo lo prueba; y eso aturde, cansa. El que demuestra toda la vida, la deja hueca. Saber el porqué de todo es quedarse con la geometría de las cosas y sin la substancia de nada. Reducir el mundo a una ecuación es dejarlo sin pies ni cabeza. Mira, vete, porque puedo estar diciendo cosas así setenta días con setenta noches: recuerda que soy el gallo de Gorgias, el sofista.

            -Bueno, pues por sofista, por sacrílego y porque Zeus lo quiere, vas a morir. ¡Date!

            -¡Nones! No ha nacido el idealista de segunda mesa que me ponga la mano encima. Pero, ¿a qué viene esto? ¿Qué crueldad es esta? ¿Por qué me persigues?

            -Porque Sócrates al morir me encargó que sacrificara un gallo a Esculapio, en acción de gracias porque le daba la salud verdadera, librándole por la muerte, de todos los males.

            -¿Dijo Sócrates todo eso?

            -No; dijo que debíamos un gallo a Esculapio.

            -De modo que lo demás te lo figuras tú.

            -¿Y qué otro sentido, pueden tener esas palabras?

            -El más benéfico. El que no cueste sangre ni cueste errores. Matarme a mí para contentar a un dios, en que Sócrates no creía, es ofender a Sócrates, insultar a los Dioses verdaderos... y hacerme a mí, que sí existo, y soy inocente, un daño inconmensurable; pues no sabemos ni todo el dolor ni todo el perjuicio que puede haber en la misteriosa muerte.

            -Pues Sócrates y Zeus quieren tu sacrificio.

            -Repara que Sócrates habló con ironía, con la ironía serena y sin hiel del genio. Su alma grande podía, sin peligro, divertirse con el juego sublime de imaginar armónicos la razón y los ensueños populares. Sócrates, y todos los creadores de vida nueva espiritual, hablan por símbolos, son retóricos, cuando, familiarizados con el misterio, respetando en él lo inefable, le dan figura poética en formas. El amor divino de lo absoluto tiene ese modo de besar su alma. Pero, repara cuando dejan este juego sublime, y dan lecciones al mundo, cuán austeras, lacónicas, desligadas de toda inútil imagen con sus máximas y sus preceptos de moral.

            -Gallo de Gorgias, calla y muere.

            -Discípulo indigno, vete y calla; calla siempre. Eres indigno de los de tu ralea. Todos iguales. Discípulos del genio, testigos sordos y ciegos del sublime soliloquio de una conciencia superior; por ilusión suya y vuestra, creéis inmortalizar el perfume de su alma, cuando embalsamáis con drogas y por recetas su doctrina. Hacéis del muerto una momia para tener un ídolo. Petrificáis la idea, y el sutil pensamiento lo utilizáis como filo que hace correr la sangre. Sí; eres símbolo de la triste humanidad sectaria. De las últimas palabras de un santo y de un sabio sacas por primera consecuencia la sangre de un gallo. Si Sócrates hubiera nacido para confirmar las supersticiones de su pueblo, ni hubiera muerto por lo que murió, ni hubiera sido el santo de la filosofía. Sócrates no creía en Esculapio, ni era capaz de matar una mosca, y menos un gallo, por seguirle el humor al vulgo.

            -Yo a las palabras me atengo. Date...

            Critón buscó una piedra, apuntó a la cabeza, y de la cresta del gallo salió la sangre...

            El gallo de Gorgias perdió el sentido, y al caer cantó por el aire, diciendo:

            -¡Quiquiriquí! Cúmplase el destino; hágase en mí según la voluntad de los imbéciles.

            Por la frente de jaspe de Palas Atenea resbalaba la sangre del gallo.

            FIN
          
            1901